martes, mayo 07, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (15): La URSS no soporta a los asesinos de simios

El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

    



En la segunda mitad de 1937, se produjo un rosario de nuevos juicios en las provincias, regiones y repúblicas de la URSS. La función de estos juicios, además de condenar a algunas personas, era proveer a los ciudadanos con la información que necesitaban sobre el tipo de actos de sabotaje político detrás de los cuales iba la NKVD. En este sentido, los juicios se convirtieron en guías sobre aquello que había que confesar y denunciar. Aparecieron artículos, libros y panfletos dedicados a describir estas prácticas; el mensaje machacón era que el denunciante no se preocupase por no tener pruebas de lo que decía, que la policía tenía maneras de conseguir esas evidencias. Las denuncias comenzaron a multiplicarse en la segunda mitad del 37, lógicamente con preferencia en los miembros del Partido, aunque no estar afiliado tampoco era una garantía frente a nada. Muchísimas personas, dentro y fuera del Partido, fueron denunciadas por cometer crímenes contemplados en el artículo 58, sección 10, del Código Penal soviético: participar en propaganda o agitación con la intención de atacar el régimen (de cinco a ocho años en un campo de trabajo). Este artículo permitía en la práctica enjaretar a cualquier ciudadano que tuviese obras escritas que se considerasen contrarrevolucionarias, incluso aunque solamente las hubiera heredado; y eso incluía ejemplos como el testamento de Lenin que, durante esos años, fue oficialmente declarado una falsificación. Un grupo muy importante de condenados, conocidos en los campos como “los charlatanes” (yo creo que, hoy en día, sería más correcto traducir “los bocachanclas”) eran aquéllos condenados por haber hecho simplemente un comentario en voz alta. Aquí se encontraban, por ejemplo, todos aquellos que alguna vez dijeron que vivían mejor que antes de la colectivización, o una mujer de la limpieza que, repasando con su trapo un retrato de Stalin, lo llamó “mi querido picado de viruelas”. En la novela de Anatoli Naumovitch Ribakov Los hijos del Arbat, un peluquero termina en el Gulag tan sólo por pronunciar jocosamente el nombre Lev Davidovitch (Trotsky) cuando está cortándole el pelo a un cliente. Te cagaban la vida detalles como entrar en una cafetería y colgar por error el gabán en un busto de Lenin.

Un hombre terminó muriendo en campos de trabajo por haber alquilado un apartamento propiedad de un historiador detenido por contrarrevolucionario. Un campesino al que se le cayó una hachuela en la calle, con tal mala suerte que cayó sobre un busto de Lenin, fue condenado a 8 años por terrorismo (sic). A un joven que trabajaba de pintor por horas lo acabaron condenando tras la denuncia del director de un club que lo había contratado para repintar una pared. Su delito fue descolgar un retrato de Stalin y otra pintura y colocarlas de cara a la pared mientras pintaba, antes de volver a colgarlos.

Como ya se ha dicho, de los niños se esperaba que fueran tan activos como los adultos a la hora de denunciar. En las escuelas se contaba la historia de Pavlik Morozov y se animaba a los niños a seguirla. Esto convertía al Komsomol, la organización donde estaban los protocomunistas entre dieciséis y veintitrés años, en parte fundamental del proceso de denuncia.

Todas las organizaciones comunistas vivían bajo la presión de completar sus “cuotas” de denuncias. La conspiración contra el régimen estaba en todas partes; ergo en todas partes debía ser localizada y arrancada. Para los dirigentes comunistas, serlo no era ningún chollo, pues el Terror se cebó en mensajes a los cargos intermedios, a los que animaba constantemente a denunciar a sus superiores, algo que se vendía como un aumento de la democracia interna del Partido. En muchas ocasiones, era el propio poder el que lanzaba estos procesos de denuncia, como por ejemplo en el Partido Comunista en Omsk, cuyos máximos dirigentes fueron denunciados, antes que por sus subordinados, por el diario Pravda, que exigió su depuración.

Evidentemente, un proceso así creó la figura de los vydvizhentsy o “venidos a más”; normalmente, personas de origen humilde, que habían recibido una educación técnica, habían llegado a puestos intermedios en el Partido y ahora, a causa de la denuncia masiva de sus jefes, llegaban a puestos de responsabilidad. El celo de estos trepadores, por así llamarlos, hizo especialmente peligroso trabajar en las estructuras educativas superiores: el celo denunciatorio de los estudiantes era muy elevado.

A finales de 1937, las denuncias estaban en todo lo gordo cuando llegó el momento de convocar elecciones para el Soviet Supremo, tal y como preveía la nueva Constitución. Como recordaréis, estas elecciones se hicieron ya mediante voto secreto, lo que despertó cierta curiosidad (aparte de las admoniciones de los de siempre en Occidente en favor de “la democracia soviética”).

El Partido hizo todo lo que pudo para alimentar esta impresión. Las elecciones, se anunció, se harían mediante la presentación de varios candidatos (¡wow!), debiendo el elector tachar todos los nombres de la papeleta menos uno. En realidad, lo que hubo en la mayoría de los 1.143 distritos electorales fue una “competición” entre el propio Stalin o algún otro miembro del Politburo o alto representante comunista, y un candidato local cuidadosamente elegido. Justo antes de las elecciones, cada uno de los “grandes comunistas”, por así decirlo, aceptaba la nominación por un solo distrito. Como consecuencia, los 91 millones de electores que habían de elegir la formación de las dos cámaras del Soviet Supremo acabaron votando en papeletas con un solo nombre. Aun así, las papeletas seguían llevando la instrucción de borrar los nombres de los candidatos no queridos; no sólo eso, sino que se instalaron cabinas de voto, no se sabe muy bien para qué.

El Partido Comunista mantuvo sus resultados, claro.

El 11 de diciembre, Stalin, quien como ya os he explicado para entonces estaba básicamente huido de la presencia pública, dio un discurso con ocasión de la aceptación de su candidatura para uno de los distritos de Moscú. Dijo: “Nunca ha habido en el mundo unas elecciones más democráticas que éstas”. Y, claro, como no había nadie para contestarle, la frase ahí quedó, incontestada.

Inmediatamente después de las elecciones, ocurrió algo un tanto extraño. Koltsov publicó en la Prensa un artículo, que en realidad se acabaría convirtiendo en una serie de artículos. En el texto, este propagandista, no lo olvidéis, muy cercano a Stalin, escribía contra el caso del estudiante de un instituto de formación profesional, por así decirlo, de Moscú que había sido expulsado del instituto y del Partido después de una carta denunciatoria. Extrañamente, Koltsov desvelaba que los cargos contra el chavalote eran falsos, y cargaba, no contra el supuesto saboteador trotskista-derechista, sino contra el dirigente comunista del instituto, al que apelaba de denunciante interesado que no se había preocupado en comprobar los hechos. El artículo era de un cinismo extremado, pues eso mismo: denunciar sin pruebas, era lo que se le había dicho a todos los directores de instituto que debían hacer.

Un mes después, Koltsov siguió teorizando en otro artículo sobre los denunciantes falsos. Los clasificaba en tres tipos: los “tiradores con trabuco” (la expresión es mía, no suya) que disparaban en cualquier dirección y las veces que hiciera falta, muchas veces para escamotear sus propias faltas; trepas que denunciaban para mejorar las posibilidades de sus carreras; y burócratas que simplemente daban curso de cualquier denuncia que recibían. Consideraba que estos denunciantes eran anticomunistas y, en un arabesco acojonante, opinaba que la NKVD sería capaz de desenmascararlos.

Que los artículos de Koltsov estaban teledirigidos nos lo demuestra el detalle de que, sólo 48 horas después de aparecer el segundo de ellos, la Prensa anunció un nuevo decreto del Comité Central titulado: Sobre errores en las organizaciones del Partido a la hora de expulsar comunistas, y sobre el tratamiento burocrático formal de las apelaciones de aquéllos expulsados, y los pasos a dar para eliminar estos defectos. El decreto establecía el cese de diversos dirigentes comunistas en organizaciones diversas del Partido por promover o permitir las denuncias excesivas y cogidas con pinzas, aunque no citaba nombres.

Los artículos y el decreto no deben verse como una tentativa por frenar el Terror. El Terror, de hecho, continuó durante el año 1938. Lo que fueron esas iniciativas, fue la manera que encontró Stalin de repartir la mierda. De compartir las responsabilidades por un proceso que él sabía que se le había ido de las manos y que, en el momento en que el decreto fue aprobado, era responsabilidad estricta de su persona y de un círculo estrechísimo de colaboradores, pues todo se había hecho a espaldas del Comité Central y hasta del Politburo. Stalin comenzaba a pensar en la Historia, y no quería quedarse solo ante su juicio. Lo que el decreto provocó, de hecho, fue un “sub-Terror” en el Terror: la persecución de aquellos dirigentes comunistas que, siguiendo las órdenes de Stalin, habían vertebrado el Terror de 1937. Para su sorpresa, comenzaron a ser detenidos, encarcelados y ejecutados por haber hecho lo que Stalin quería que hiciesen. Y, la verdad, no se puede decir que no estuviesen avisados, porque eso, precisamente, es lo que había hecho Stalin cuando “decidió” que la colectivización había ido demasiado lejos: castigar a aquéllos que, siguiendo sus órdenes, habían apalizado a los agricultores, a sus mujeres y a sus hijos.

Una prueba definitiva de que, en todo caso, Stalin no cedía en su voluntad de seguir quitándose gente de en medio es que uno de los objetivos del decreto fue Pavel Postyshev, y no precisamente por denunciar a lo loco. Postyshev había hablado en el Pleno de febrero y marzo del 37 en contra de una tal Nikolaenko, que en Ucrania se dedicaba a denunciar a lo loco. Stalin intervino en ese mismo pleno en su defensa y, además, dos semanas después del Pleno, cesó a Postyshev como segundo secretario general del Partido en Ucrania y lo mandó de secretario del Partido en la provincia de Kuibyshev, en el Volga. Una vez allí, le exigió que hiciese una purga a lo bestia y, una vez que llegaron las denuncias, Stalin utilizó el decreto de finales del 37 para actuar contra Postyshev como autor de denuncias falsas y sin base.

En enero de 1938, el Comité Central celebró un triste Pleno. Sólo asistieron 28 personas (el resto, en su mayoría, estaban presas o muertas), entre ellas los quince miembros titulares y suplentes del Politburo. Postyshev estaba entre los asistentes. Malenkov fue el encargado de hacer el informe sobre sus errores como denunciante en Kuibyshev. Postyshev fue denunciado por todos en la sesión, detenido pocos días después y, ya sabéis, pam pam.

Para entonces, en cualquier edificio grande de la URSS, fuese un monasterio o una casa de baños, todo o parte era confiscado por la NKVD para meter arrestados o prisioneros. El país se había convertido en una enorme prisión. En cada celda, a los presos se les daba un cubo con tapa para hacer sus necesidades, conocido como parasha. Ser un recién llegado suponía estar al lado del cubo; el preso se iba alejando de él conforme otros compañeros de celda eran llamados fuera. La llamada podía ser “con sus posesiones”, lo que significaba que era trasladado a otra prisión; o “sin posesiones”, lo que significaba que iba al paredón.

Más o menos hasta abril de 1937, los presos del Terror estalinista no eran torturados, propiamente hablando. Se les pegaba, sí; pero la principal estrategia de la NKVD era los estímulos negativos (amenazas sobre las personas queridas, normalmente) y positivos (ofertas de lenitud en la condena si el arrestado colaboraba y confesaba). Antes de abril, sin embargo, ya comenzaron a usarse algunas veces técnicas como la empleada con Eugenia Ginzburg, a quien, como ya os he contado, tuvieron siete días sin poder dormir.

El 20 de enero de 1939, Stalin escribió un telegrama dirigido a dirigentes del Partido y la NKVD en el que admite que “los métodos de presión física” sobre los detenidos fueron autorizados por el Comité Central en abril de 1937. Es por eso que sabemos que las torturas propiamente dichas comenzaron entonces.

Cómo cambiaron las cosas lo experimentó la propia Ginzburg. En julio del 37 fue trasladada a la prisión de Butyrka. Allí conoció a dos comunistas alemanas, Greta y Klara. Klara le enseñó sus muslos y nalgas repletos de cicatrices, y le dijo: “esto fue la Gestapo”. Luego le enseñó las manos cianóticas y reventadas, y le dijo: “esto fue la NKVD”. Cada noche, de 11 de la noche hasta las 3 de la mañana, se oían los gritos de las personas torturadas. Las técnicas de tortura eran muy variadas: desde obligar al detenido a beberse el contenido de una escupidera hasta romper los dedos uno a uno, apagar cigarrillos en el cuerpo, o recibir palizas en los genitales con porras. Las violaciones son un tema que nunca ha quedado del todo aclarado. Muchos reportes procedentes de los campos del Gulag hablan de relaciones entre prisioneras y guardias pero, en realidad, no sabemos en qué medida fueron relaciones consentidas.

La NKVD, presionada por la necesidad de conseguir condenas, trataba de evitar la tortura. Primero le explicaba al detenido lo que le esperaba y, normalmente, el detenido confesaba antes de que le pusieran la mano encima. La mayoría de ellos, que estaban allí por haber hecho un comentario a destiempo o cualquier otra gilipollez, se enfrentaban a sentencias de prisión de tres a siete años; sus expectativas de salir de aquello eran elevadas. Andrei Nikolayevitch Tupolev, el famoso diseñador de aviones, fue detenido y, tras pasar un rato en una celda con un preso ya torturado que le contó lo que le habían hecho, confesó sus “crímenes” inmediatamente.

En un entorno así, una figura muy importante en el sistema eran una serie de agentes de la NKVD, cuya función era ir de celda en celda, trabando conocimiento con los presos, buscando aquéllos con menos imaginación o con mentes más estrechas, y ayudándoles a “construir” sus “confesiones”. Un ejemplo muy claro es el de Vasili Konstanovitch, un joven de Kholodnogorsk que se dedicaba a la filatelia, que resultó tener en su colección un sello alemán con la imagen de Hitler y otro británico con la reina Victoria y estableció que su valor era superior al sello que tenía de Lenin. Con esta base, finalmente el chaval acabó confesando haber dirigido una organización contrarrevolucionaria dedicada a la agitación antisoviética, que disfrazó de inocente club de filatelia. Por cierto, todos los clubs de filatelia fueron prohibidos en Rusia aquel año.

Las características del detenido determinaban muchas veces su crimen. Por ejemplo, los que eran bálticos serían acusados de espiar para el exilio báltico. De hecho, uno de los entretenimientos de los prisioneros en las celdas era tratar de adivinar qué artículo del Código Penal le iban a aplicar al recién llegado. Un tal profesor Kalmanson, que era director adjunto del Zoo de Moscú, fue detenido. En el momento en que le contó a sus compañeros de celda que era de origen búlgaro, que había vivido en Alemania, que su mujer era alemana y que se carteaba con sus parientes en Alemania, el resto de presos de la celda le informó de que le iban a acusar de espionaje. Pero esa vez fallaron: cuando Kalmanson volvió de su interrogatorio, informó de que lo habían acusado de saboteador: el 16% de los monos que alimentaba en el Zoo había muerto el año anterior. En realidad, el crimen de Kalmanson había sido publicar un artículo criticando los métodos de su jefe el director del Zoo quien, inmediatamente, lo denunció como asesino simiesco.

2 comentarios:

  1. Desde hace tiempo quiero agradecerle el esfuerzo que hace redactando estos textos. Hace ya algunos años que lo vengo siguiendo y me resultan interesantes mas allá que coincidamos o no en lo expuesto.
    Lizardo Sánchez, de la Córdoba argentina.

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    1. Muchas gracias, Lizardo. La verdad, escribir estas cosas me relaja.

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